Por César Hildebrandt.
El Perú da miedo. Los únicos que no saben que Lima ¡da miedo son los limeños arrogantes que creen vivir en el paraíso. Los únicos que no saben que el Perú da miedo son los peruanos narcisistas que venden la marca Perú mientras los marcas imponen la suya y mientras decenas de turistas son anualmente asaltados en el Cusco o la selva. ¿Quiere usted ir a Trujilio? ¡Ni lo piense! Allí están los talibanes del asalto y el secuestro.
Lo que más miedo me da de Lima es que nos hayamos acostumbrado a su barbarie: su tráfico infernal, sus ruidos borrachos, sus meadores de berma y jardín, sus barrios espantosos, sus alcaldes ladrones, la indignidad de su transporte público, la asidua muerte por bala perdida o microbús hallado en el camino. Al fotógrafo Ivo Dutra lo matamos entre todos. Si buena parte de los choferes de microbuses supieran que este es un país y no la franquicia del caos que es, no serían los hijos de mala madre que suelen ser, los simios que gustan ser, los irrescatables hijos del desorden que son. Y sus amos, los propietarios del asfalto, los mañosos empresarios que están detrás, no les exigirían jornadas extenuantes y tiempos de apremio para dar más vueltas por día. Tengo el dudoso privilegio de no subir hace muchos años a un vehículo de transporte público en Lima. Confesarlo me da vergüenza porque es la admisión de pertenecer a una casta de seleccionados por la fortuna. Creo compensar esta culpa indignándome cada vez que volteo la cabeza y veo a uno de esos depósitos rodantes llenos de gente que se aplasta, se dobla, se apretuja y se deja manosear. Y entonces me pregunto: ¿De dónde viene tanta resignación, qué vientos paracas nos aturdieron, en qué momento machacaron la autoestima de la gente en el Perú? ¿Fueron los incas a mazazos, los españoles a caballazos, las oligarquías a puro golpe?
Eso ya no importa. La etiología de este silencio castrado es irrelevante por ahora. Lo cierto es que vivimos en una ciudad donde la muerte te puede asaltar en una esquina. Porque Lima carece de policías y de ciudadanos. Lima es también, aparte de sus barrios de postal y restaurantes incomparables, el lejano oeste estrambótico donde nos matamos entre indios. Aquí John Wayne tiene brevete y cara de mugre.
Y la policía siempre está en vísperas de su transformación. Y el municipio provincial se muere de miedo. Y la mayor parte de la gente cree que es normal vivir bajo el dominio del terror. Pasamos de Sendero, que era el salvajismo ideológico, a Fujimori y los Colina, que eran la barbarie institucional. Y ahora que no tenemos ni lo uno ni lo otro, pues hemos inventado esta atmósfera amenazante donde se mata por dinero. Parecería que sin el miedo los peruanos no funcionamos. ¿Nos gusta hacer del vivir un deporte extremo?
Hemos matado a Ivo Dutra -unos más que otros, es cierto, pero todos hemos contribuido-. Ivo era un chico que cada día tomaba mejores fotos. Felizmente, para que la lista de mis arrepentimientos no aumente, se lo había dicho un par de semanas atrás. Y eso me lo recordaron sus padres cuando los fui a ver a la clínica. "Mi hijo estaba feliz con sus palabras", me dijo Ana María Camargo, la mamá.
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